Autor:
Prof. Julia E. Fa — Manchester Metropolitan University; CIFOR-ICRAF;
Beacon Professor, Universidad de Gibraltar.


No hay duda de que los verdaderos guardianes de la naturaleza son los Pueblos Indígenas (PI) y las comunidades locales (CL).


Los primeros son pueblos con continuidad histórica previa a los Estados, que se autoidentifican como tales, mantienen vínculos culturales y espirituales con sus territorios ancestrales y gozan de derechos colectivos.

Las segundas son grupos no necesariamente indígenas —campesinos, pesqueros, afrodescendientes, pastoriles o ribereños— arraigados en un territorio, que dependen de los recursos locales y ejercen gobernanza comunitaria. Reconocer su liderazgo no es solo un gesto simbólico, es el requisito para que la conservación de la naturaleza funcione y sea justa.

Conocimiento Tradicional y Científico

Su conocimiento —cómo usar la naturaleza con prudencia, cuándo cosechar y qué proteger—a menudo queda fuera de los planes oficiales; cuando eso ocurre, disminuye la eficacia de las medidas de conservación y se generan injusticias. Al igual que la ciencia, los pueblos indígenas y comunidades locales también identifican patrones, miden impactos y anticipan riesgos, aunque lo hacen a través de otro camino. Su método es principalmente inductivo: parte de observaciones particulares y experiencias acumuladas para extraer conclusiones generales que orientan el manejo cotidiano. La ciencia, en cambio, suele seguir un método deductivo, que parte de teorías o premisas generales para validarlas en casos concretos. La inducción abre posibilidades y descubre nuevas conexiones a partir de la experiencia empírica, mientras que la deducción ofrece marcos lógicos y comparables para probar hipótesis. Integrar ambas formas de conocimiento no es un “extra”, sino el corazón de una visión de conservación más sólida, justa y transformadora.

El momento es ahora. En toda América Latina crece la presión debido a la deforestación, minería y la construcción de infraestructuras de elevado impacto, agravada por el cambio climático y las economías ilegales que erosionan el tejido social. En paralelo, existen circunstancias favorables a la conservación de los ecosistemas: acuerdos internacionales que exigen la participación local y el respeto de derechos humanos e incluso ambientales, marcos legales que avanzan (aunque de forma desigual), y nuevas herramientas y tecnologías —desde el monitoreo comunitario y la teledetección hasta la genética ambiental— que permiten a las propias comunidades vigilar y gestionar sus territorios con datos más confiables.

¿Es posible esta integración entre el saber local y la ciencia? Sí, si se cumplen algunas condiciones: identificación conjunta de objetivos comunes desde el inicio, co-diseño real de las acciones, consentimiento libre, previo e informado (CLPI) garantizado, financiamiento a largo plazo, acuerdos claros sobre datos y beneficios, y evaluación e interpretación conjunta de resultados. Con esta base, la integración no solo es posible, sino que puede multiplicar el impacto de la conservación.

“Conservar con la gente” no es un eslogan, es una manera concreta de hacer las cosas. Significa reconocer que el conocimiento local y el conocimiento científico se complementan y deben encontrarse en la mesa de decisiones; que las comunidades locales participen desde la identificación de los objetivos y desde el diseño, acuerden con las autoridades y los equipos técnicos qué se evaluará y cómo se interpretarán los resultados, y tengan voz en la distribución de beneficios. Esta visión supone cuidar los datos sensibles, respetar los tiempos y ritmos locales, y asegurar que los beneficios derivados de la conservación y del uso de los recursos naturales regresen de manera significativa al territorio, fortaleciendo así la capacidad de las comunidades para sostener sus propias acciones.

Condiciones:

  1. Identificación conjunta de objetivos comunes desde el inicio.
  2. Co-diseño real de las acciones.
  3. Consentimiento libre, previo e informado (CLPI) garantizado.
  4. Financiamiento a largo plazo.
  5. Acuerdos claros sobre datos y beneficios.
  6. Evaluación e interpretación conjunta de resultados.

¿Cómo se ve
esto en la práctica?

A continuación, presentamos ejemplos de buena práctica donde estos principios se traducen en reglas claras, resultados medibles y beneficios compartidos.

Fotógrafo: Ricardo Olivera.

Los principios a la práctica

Dos miradas que se necesitan. El conocimiento local y el conocimiento científico tienen miradas diferentes, por eso se pueden y se deben complementar, porque cada uno ve cosas que el otro no ve. Las comunidades locales leen los ciclos del río, la fructificación, la presencia de fauna y los sitios sagrados; comprenden, además, los ritmos sociales del territorio y las relaciones de la vida con su entorno. La ciencia aporta el monitoreo ambiental con imágenes satelitales, conteos y muestreos de campo, modelos para anticipar cambios y estándares que permiten comparar resultados. Cuando ambas miradas se entrelazan se comprende mejor la sencillez y complejidad de la naturaleza, y aparecen respuestas más completas e integrales: reglas de uso ajustadas a la estacionalidad, cuotas de extracción basadas en la evidencia, restauración donde hace falta y vigilancia comunitaria respaldada por la autoridad pública.

Para elevar la escala de este enfoque se requieren premisas claras. El co-diseño real desde el inicio —con acuerdos sobre objetivos, reglas y qué se va a medir— asegura su legitimidad y sentido de rumbo. El respeto a los derechos y al CLPI garantiza que nadie quede excluido y que el proceso sea más justo. La gobernanza debe ser transparente: quién decide, cómo se resuelven los conflictos y de qué modo se reparten los beneficios.

El monitoreo ha de ser mixto, integrando datos comunitarios y científicos mediante protocolos sencillos. En una relación de igual a igual, la capacitación debe ser recíproca —las comunidades transmitiendo su conocimiento territorial y cultural, y los técnicos compartiendo sus herramientas y metodologías—, al igual que la devolución de los resultados, que ha de ser útil y accesible para todos los actores.

Este tipo de estrategia requiere financiamiento estable para cubrir manejo, monitoreo y control, así como transparencia en el uso de la información y protección de datos sensibles. Finalmente, la evaluación periódica y el reajuste de las reglas —manejo adaptativo—permitirán mantener vivo el aprendizaje recíproco y mejorar los resultados con el tiempo.

Con estas bases, la integración entre el saber local y la ciencia no solo es posible, sino que multiplica el impacto de la conservación del planeta. A continuación, tres experiencias concretas —bosques comunitarios en México, manejo del pirarucú en la Amazonía y reservas comunales en el Perú— muestran qué funcionó, qué se aprendió y cómo replicarlo paso a paso.
Historias que inspiran en la región.

En México, el manejo forestal comunitario muestra cómo el saber local y la ciencia se potencian mutuamente. Las asambleas comunales deciden las zonas de corta, las vedas y la restauración a partir de su lectura histórica del bosque —sitios de regeneración, nacimientos de agua, áreas sagradas—; mientras, los equipos técnicos y las universidades capacitan a las brigadas locales para medir los diámetros, alturas y volúmenes, y para georreferenciar las parcelas permanentes. Las series de datos que produce la propia comunidad se contrastan con imágenes satelitales y modelos de crecimiento; cuando hay discrepancias, se vuelve al terreno para ajustar ambos lados.

Así se corrigen inventarios, se recalibran mapas y se afinan cuotas, cerrando un ciclo  dinámico de manejo adaptativo donde las decisiones comunales y la evidencia científica se validan mutuamente.

El pirarucú (Arapaima gigas), también conocido como arapaima, paiche, pirarucu, o wararipa, es uno de los peces de agua dulce más grandes del mundo. En la Amazonia brasileña, su pesca manejada se sustenta en una alianza técnica y social que combina el conocimiento tradicional de las comunidades con herramientas científicas modernas, lo que ha permitido recuperar poblaciones, asegurar medios de vida y fortalecer la gobernanza local. Los pescadores realizan conteos participativos en horas y sitios definidos por su experiencia; los biólogos y gestores ambientales comparan esos conteos con estimaciones independientes y parámetros biológicos (crecimiento, supervivencia), y convierten los indicadores locales en cuotas y temporadas legalmente reconocidas. Cuando los datos comunitarios señalan una caída poblacional en un cuerpo de agua y los modelos científicos confirman esa tendencia, se ajustan inmediatamente la tasa de extracción, se recupera la población y suben los ingresos.

Aquí, la vigilancia comunitaria y el respaldo legal se sostienen con datos que nacen en la canoa y se afinan en el laboratorio. En Perú, la co-gobernanza se expresa en distintas figuras de conservación. Por un lado, están las Áreas de Conservación Regional (ACR), creadas y gestionadas por los gobiernos regionales con la participación de comunidades y autoridades locales. Estas áreas buscan conservar la biodiversidad y los ecosistemas, al mismo tiempo que permiten un uso sostenible de los recursos, asegurando beneficios ambientales, sociales y económicos, y fortaleciendo la conectividad ecológica y la protección del agua.

Otro esquema es el de las Reservas Comunales, que dependen de SERNANP y son mucho menos numerosas, pero ofrecen un modelo singular de articulación entre comunidades indígenas y Estado. La Reserva Comunal Amarakaeri (RCA), en Madre de Dios, es uno de los ejemplos más emblemáticos: allí la gestión combina patrullajes comunitarios con tecnologías avanzadas como cámaras trampa, drones e imágenes satelitales. Los monitores indígenas registran fauna, presiones de caza y cambios en el bosque basándose en su conocimiento detallado del territorio; los equipos técnicos aportan protocolos estandarizados y herramientas para cubrir áreas extensas y detectar procesos incipientes de deforestación o minería.

Toda esta información se integra en mesas conjuntas de decisión, donde comunidades y técnicos contrastan hallazgos y acuerdan medidas de control, restauración o reordenamiento del territorio. El resultado es un sistema compartido en el que la lectura indígena del bosque se amplía con instrumentos científicos. Sin embargo, para que este modelo sea plenamente circular y recíproco, no basta con que la ciencia “valide” los datos locales: se requiere también que los técnicos comprendan y valoren la visión holística y animista de las comunidades, su manera de “sentipensar” el territorio y de relacionarse con los seres no humanos. Solo entonces se puede hablar de un diálogo de igual a igual, donde la rectoría no está únicamente en la ciencia, sino en la convergencia de saberes.

Así como en la Amazonía peruana la Reserva Comunal Amarakaeri demuestra la fuerza de la cogobernanza, en las altiplanicies andinas el manejo de la vicuña (Vicugna vicugna) ofrece otro ejemplo de conservación integrada. Las comunidades organizan los chaccus y mantienen conteos regulares; especialistas apoyan con estimaciones de densidad, genética poblacional y trazabilidad de la fibra. Cuando los conteos comunitarios y los análisis sugieren sobrecarga en un paraje, se rotan áreas y se ajustan cupos; cuando la evidencia muestra recuperación, se amplían los beneficios sin comprometer a la especie. La cadena de custodia, diseñada con criterios técnicos pero gestionada localmente, garantiza valor justo y conservación efectiva.

Para mí, este es el mayor éxito: el sistema no ha impuesto un modelo externo, sino que ha acompañado y fortalecido prácticas que las comunidades ya realizaban. La ciencia y la institucionalidad han sumado con datos, trazabilidad y normas, pero el corazón de la gestión sigue siendo comunitario. Precisamente en esa convergencia —donde el conocimiento local guía y la ciencia respalda— se construye un modelo de conservación legítimo, duradero y justo. En Colombia, los resguardos indígenas y las guardias comunitarias han desarrollado esquemas de vigilancia que combinan cartografías vivas con alertas basadas en teledetección. Este enfoque se ha consolidado especialmente en regiones como la Amazonía colombiana (Caquetá, Guaviare, Putumayo y Amazonas) y el Pacífico (Chocó, Nariño), donde los pueblos uitoto, tikuna, nukak, embera y awá, entre otros, enfrentan presiones crecientes debido a la deforestación, minería y cultivos ilegales y expansión de la frontera agrícola.

El mapeo participativo permite a las comunidades dibujar sitios de singular valor cultural, corredores de fauna, zonas de uso tradicional y áreas amenazadas. Paralelamente, equipos técnicos y científicos aportan series de alerta temprana de pérdida de cobertura forestal (como las generadas por el IDEAM o la plataforma Global Forest Watch), modelos de riesgo espacial y verificaciones en campo con drones y GPS.

El proceso de decisión es colaborativo: cuando la señal comunitaria —por ejemplo, reportes de apertura de trochas, ingreso de colonos o movimientos de maquinaria— coincide con los análisis de deforestación o degradación, se activan rutas de respuesta que incluyen a las autoridades ambientales (Parques Nacionales Naturales), organismos judiciales y fiscalía ambiental. Cuando las percepciones locales y los algoritmos divergen, se prioriza la visita conjunta para interpretar la dinámica; en ocasiones la “alerta” corresponde a chagras indígenas en rotación, a quemas controladas o a prácticas tradicionales, lo que permite ajustar modelos y evitar falsos positivos.

Este modelo ha fortalecido la seguridad territorial de los resguardos, ha mejorado la calidad y pertinencia de los sistemas de alerta temprana y ha creado confianza mutua entre comunidades y científicos. En departamentos como Caquetá y Guaviare, las guardianías indígenas articuladas en la Coordinadora de Organizaciones Indígenas de la Cuenca Amazónica Colombiana (COICA-Colombia) han sido clave para frenar la deforestación, mientras que en el Pacífico la articulación con los Consejos Comunitarios Afrodescendientes ha permitido ampliar la protección de corredores de conectividad biocultural.

En todos estos casos, la clave no es “consultar” una vez y ya, sino establecer un proceso vivo de co-producción de conocimiento: acordar para qué medir, qué medir, cómo medirlo y cómo usarlo; documentar en formatos comparables y devolver resultados útiles a la comunidad; y revisar juntos, periódicamente, si las reglas siguen siendo útiles. Cuando esa coreografía se sostiene —con derechos respetados, financiamiento continuo y protocolos claros—, la unión entre saber local y ciencia deja de ser un discurso teórico y se convierte en motor de conservación que cuida el bosque y mejora la vida de las comunidades indígenas y locales.

¿Es la descolonización de la ciencia una distracción?

La descolonización es un tema complejo, con miradas diversas y, sin duda, la ciencia suele estar asociada a la perspectiva occidental. Para muchos, descolonizar no significa únicamente retirar instituciones o espacios de decisión, sino también cuestionar una cosmovisión filosófica que ha dominado la producción de conocimiento. En este sentido, la ciencia se ve directamente interpelada, y cualquier avance en este terreno requiere caminar con cautela.

En los últimos años, varios científicos han comenzado a proponer una descolonización de la ciencia. No se trata de rechazarla ni de sustituirla por completo, sino de repensar quién decide, qué preguntas se formulan y quién se beneficia de los resultados. En esencia, significa cuestionar estructuras históricamente controladas por el Norte Global, de manera que la financiación, las infraestructuras y las oportunidades de investigación lleguen de forma directa y equitativa a los territorios, y que la creación de conocimiento se convierta en un proceso recíproco y justo.

Descolonizar, bien entendido, no implica invalidar los métodos científicos ni abandonar los estándares que permiten la comparabilidad global, sino abrir la ciencia a múltiples voces, saberes y prioridades. Esto supone que los Pueblos Indígenas y las Comunidades Locales participen activamente en la definición de las agendas, en la gobernanza y en la autoría; que los recursos lleguen directamente a los territorios; y que los datos se gestionen respetando la soberanía, el consentimiento y la reciprocidad. También exige reconocer que el impacto social, la transferencia de conocimiento y la formación local tienen un valor equivalente —si no superior— al “factor de impacto” de una revista científica.

Es igualmente importante evitar un malentendido frecuente: descolonizar la ciencia no equivale a rechazar lo que la ciencia global puede aportar. Renunciar a ello pondría en riesgo la posibilidad de construir marcos comunes para enfrentar desafíos planetarios como el cambio climático, la pérdida de biodiversidad o las pandemias. Sin estándares compartidos, la producción de conocimiento corre el peligro de fragmentarse y perder fuerza.

En otras palabras, la descolonización debe concebirse como un proceso integrador. Se trata de sumar la potencia de la ciencia global —tecnologías, modelos predictivos, datos comparables— con la riqueza de los conocimientos locales —observación fina del bosque, ciclos del río, cartografías culturales. No es cuestión de descartar lo existente, sino de entrelazar ambas dimensiones para que la ciencia sea más pertinente, equitativa y duradera, al servicio tanto de las comunidades como del planeta.

En los últimos años, científicos, PI y CL están liderando un cambio profundo hacia la descolonización de la ciencia en Latino América. Ya no se trata únicamente de denunciar las desigualdades históricas, sino de construir activamente nuevas formas de producir conocimiento. Esto significa replantear quién formula las preguntas, quién participa en la investigación, cómo se distribuyen los recursos y, sobre todo, quién se beneficia de los resultados.

Este liderazgo está marcando un antes y un después. Cada vez más proyectos canalizan financiamiento, infraestructuras y oportunidades de formación directamente hacia los territorios; cada vez más investigaciones reconocen la coautoría y la soberanía de datos de los pueblos indígenas y comunidades locales; cada vez más instituciones entienden que la transferencia de conocimiento y el impacto social son tan valiosos como las métricas tradicionales.

Sin embargo, este proceso no está terminado. El desafío es sostener y ampliar este impulso: pasar de iniciativas aisladas a transformaciones estructurales que garanticen justicia epistémica y equidad real en la gobernanza de la ciencia. La meta no es sustituir la ciencia global, sino fortalecerla, sumando la potencia de sus herramientas universales con la riqueza insustituible de los saberes locales. Solo así podremos construir una ciencia más legítima, pertinente y duradera, capaz de responder tanto a los retos planetarios como a las prioridades de quienes habitan y cuidan los territorios.

Autor: Prof. Julia E. Fa — Manchester Metropolitan University; CIFOR-ICRAF;
Beacon Professor, Universidad de Gibraltar.

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